HA VENCIDO JESUCRISTO ES EL SEÑOR, ALELUYA

Los discípulos corrieron al sepulcro vacío y creyeron. En mi vida diaria estoy llamado a correr, también, al encuentro del Señor. En la resurrección de Cristo tenemos la certeza de que nuestra vida no se acaba en el vacío. Nuestra existencia es un continuo peregrinar hacia el encuentro definitivo y eterno con Dios. Nos hiciste Señor para ti e inquieto está nuestro corazón hasta que no descanse en ti (cf. San Agustín).

¿Qué fue lo que vio esa mañana? Seguramente la sábana santa en perfectas condiciones, no rota ni rasgada por ninguna parte. Intacta, como la habían dejado en el momento de la sepultura. Sólo que ahora está vacía, como desinflada; como si el cuerpo de Jesús se hubiera desaparecido sin dejar ni rastro. Entendió entonces lo sucedido: ¡había resucitado! Pero Juan vio sólo unos indicios, y con su fe llegó mucho más allá de lo que veían sus sentidos. Con los ojos del cuerpo vio unas vendas, pero con los ojos del alma descubrió al Resucitado; con los ojos corporales vio una materia corruptible, pero con los ojos del espíritu vio al Dios vencedor de la muerte.

Lo que nos enseñan todas las narraciones evangélicas de la Pascua es que, para descubrir y reconocer a Cristo resucitado, ya no basta mirarlo con los mismos ojos de antes. Es preciso entrar en una óptica distinta, en una dimensión nueva: la de la fe. Todos los días que van desde la resurrección hasta la ascensión del Señor al cielo será otro período importantísimo para la vida de los apóstoles. Jesús los enseñará ahora a saber reconocerlo por medio de los signos, por los indicios. Ya no será la evidencia natural, como antes, sino su presencia espiritual la que los guiará. Y así será a partir de ahora su acción en la vida de la Iglesia.

Eso les pasó a los discípulos. Y eso nos ocurre también a nosotros. Al igual que a ellos, Cristo se nos “aparece” constantemente en nuestra vida de todos los días, pero muy difícilmente lo reconocemos. Porque nos falta la visión de la fe. Y hemos de aprender a descubrirlo y a experimentarlo en el fondo de nuestra alma por la fe y el amor.

Y esta experiencia en la fe ha de llevarnos paulatinamente a una transformación interior de nuestro ser a la luz de Cristo resucitado. “El mensaje redentor de Pascua -como nos dice un autor espiritual contemporáneo- no es otra cosa que la purificación total del hombre, la liberación de sus egoísmos, de su sensualidad, de sus complejos; purificación que, aunque implica una fase de limpieza y saneamiento interior -por medio de los sacramentos- sin embargo, se realiza de manera positiva, con dones de plenitud, como es la iluminación del Espíritu, la vitalización del ser por una vida nueva, que desborda gozo y paz, suma de todos los bienes mesiánicos; en una palabra, la presencia del Señor resucitado”.

En efecto, san Pablo lo expresó con incontenible emoción en este texto, que recoge la segunda lectura de este domingo de Pascua: “Si habéis resucitado con Cristo, buscad las cosas de allá arriba, donde está Cristo sentado a la derecha de Dios; aspirad a los bienes de arriba, no a los de la tierra. Porque habéis muerto, y vuestra vida está escondida con Cristo en Dios. Cuando aparezca Cristo, vida nuestra, entonces también vosotros apareceréis, juntamente con Él, en gloria” (Col 3, 1-4). ¡Pidamos a Cristo resucitado poder resucitar junto con Él, ya desde ahora!
La muerte del Señor demuestra el inmenso amor con el que nos ha amado hasta sacrificarse por nosotros; pero sólo su resurrección es «prueba segura», es certeza de que lo que afirma es verdad.