Uno de los libros más controversiales del Antiguo Testamento es el Libro de Job, pues trata uno de los temas más discutidos y contestados: el sufrimiento humano.
¿Puede un hombre
ser inocente y sufrir enfermedades y calamidades? El Libro de Job
resuelve este dilema, mostrando el sufrimiento como una oportunidad de
purificación para recibir mayores y más abundantes bendiciones. Termina
resaltando que Dios, siendo la fuente misma de la Justicia, es enteramente
libre para otorgar sus bendiciones dónde, cuándo y a quién quiere.
Que los seres
humanos suframos, unos más otros menos, cuándo sufrimos y por qué, descansa
totalmente en la Voluntad inescrutable de Dios, Dueño del mundo y Dueño
nuestro. Pero sabemos, también, que Dios dirige todas sus acciones y
todas sus permisiones, a nuestro mayor bien, que es la meta hacia la cual
vamos: la Vida Eterna.
Job se lamenta,
reclama y llega a la desesperación, pero cree en Dios y lo invoca. Sin
embargo, después de Cristo nuestra actitud ante el sufrimiento no puede
quedarse allí. Si el Hijo de Dios, inocente, tomó sobre sí nuestras
culpas, ¿qué nos queda a nosotros?
El Evangelio nos
muestra muchas veces a Jesús aliviando el sufrimiento humano, sobre todo
curando enfermedades y expulsando demonios (Mc. 1, 29-39).
Y sabemos que a veces Dios sana y a veces no, y que Dios puede sanar
directamente en forma milagrosa o indirectamente a través de la medicina, de
los médicos y de los medicamentos. Todas las sanaciones tienen su fuente
en Dios. También puede Dios no sanar, o sanar más temprano o más
tarde. Y cuando no sana o no alivia el sufrimiento, o cuando se tarda
para sanar y aliviar, tenemos a nuestra disposición todas las gracias que
necesitamos para llevar el sufrimiento con esperanza, para que así produzca
frutos de vida eterna y de redención.
¿De
redención? Así es. Nuestros sufrimientos unidos a los sufrimientos
de Cristo pueden tener efecto redentor para nosotros mismos y para los demás.
Porque el
sufrimiento humano es tan controversial, el Papa Juan Pablo II tocó el tema con
frecuencia, sobre todo en sus visitas a los enfermos, a quienes exhortaba a
ofrecer sus sufrimientos por el bien y la santificación propia y de los
demás. Y en 1984 nos escribió su Encíclica “Salvifici Doloris” sobre el
tema. Allí nos dice, basado en muchos textos de la Sagrada Escritura:
“Todo hombre tiene su participación en la redención. Cada uno está
llamado también a participar en ese sufrimiento por medio del cual se ha
llevado a cabo la redención... Llevando a efecto la redención mediante el
sufrimiento, Cristo ha elevado juntamente el sufrimiento humano a nivel de
redención. Consiguientemente, todo hombre, en su sufrimiento, puede
hacerse también partícipe del sufrimiento redentor de Cristo” (JP
II-SD #19).