Hoy vemos cómo avanza la Cuaresma y la intensidad de la conversión a la que el Señor nos llama. La figura del apóstol y evangelista Mateo es muy representativa de quienes podemos llegar a pensar que, por causa de nuestro historial, o por los pecados personales o situaciones complicadas, es difícil que el Señor se fije en nosotros para colaborar con Él.
Pues bien, Jesucristo, para sacarnos toda duda nos pone como primer evangelista el cobrador de impuestos Leví, a quien le dice sin más: «Sígueme» (Lc 5,27). Con él hace exactamente lo contrario de lo que una mentalidad “prudente” pudiera considerar si quisiéramos aparentar ser “políticamente correctos”. Leví —en cambio— venía de un mundo donde padecía el rechazo de todos sus compatriotas, ya que se le consideraba, sólo por el hecho de ser publicano, colaboracionista de los romanos y, posiblemente, defraudador por las “comisiones”, el que ahogaba a los pobres para cobrarles los impuestos, en fin, un pecador público.
A los que se consideraban perfectos no se les podía pasar por la cabeza que Jesús no solamente le llamara a seguirlo, sino ni tan sólo a sentarse en la misma mesa.
Pero con esta actitud de escogerlo, Nuestro Señor Jesucristo nos dice que más bien es este tipo de gente de quien le gusta servirse para extender su Reino; ha escogido a los malvados, a los pecadores, a los que no se creen justos: «Para confundir a los fuertes, ha escogido a los que son débiles a los ojos del mundo» (1Cor 1,27). Son éstos los que necesitan al médico, y sobre todo, ellos son los que entenderán que los otros lo necesiten.
Hemos de huir, pues, de pensar que Dios quiere expedientes limpios e inmaculados para servirle. Este expediente sólo lo preparó para Nuestra Madre. Pero para nosotros, sujetos de la salvación de Dios y protagonistas de la Cuaresma, Dios quiere un corazón contrito y humillado. Precisamente, «Dios te ha escogido débil para darte su propio poder» (San Agustín). Éste es el tipo de gente que, como dice el salmista, Dios no menosprecia.
Vino
y se postró a sus pies (...) le rogaba que expulsara de su hija al demonio
Hoy
se nos muestra la fe de una mujer que no pertenecía al pueblo elegido, pero que
tenía la confianza en que Jesús podía curar a su hija. En efecto, aquella madre
«era pagana, sirofenicia de nacimiento, y le rogaba que expulsara de su hija al
demonio» (Mc 7,26). El dolor y el amor le llevan a pedir con insistencia, sin
tener en cuenta ni desprecios, ni retrasos, ni indignidad. Y consigue lo que
pide, pues «volvió a su casa y encontró que la niña estaba echada en la cama y
que el demonio se había ido» (Mc 7,30).
San Agustín decía que muchos no consiguen lo que piden pues son «aut mali, aut male, aut mala». O son malos y lo primero que tendrían que pedir es ser buenos; o piden malamente, sin insistencia, en lugar de hacerlo con paciencia, con humildad, con fe y por amor; o piden malas cosas que si se recibiesen harían daño al alma o al cuerpo o a los demás. Hay que esforzarse, pues, por pedir bien. La mujer sirofenicia es buena madre, pide bien («vino y se postró a sus pies») y pide algo bueno («que expulsara de su hija al demonio»).
El Señor nos mueve a usar perseverantemente la oración de petición. Ciertamente, existen otros tipos de plegaria —la adoración, la expiación, la oración de agradecimiento—, pero Jesús insiste en que nosotros frecuentemos mucho la oración de petición.
¿Por qué? Muchos podrían ser los motivos: porque necesitamos la ayuda de Dios para alcanzar nuestro fin; porque expresa esperanza y amor; porque es un clamor de fe. Pero existe uno que quizá sea poco tenido en cuenta: Dios quiere que las cosas sean un poco como nosotros queremos. De este modo, nuestra petición —que es un acto libre— unida a la libertad omnipotente de Dios, hace que el mundo sea como Dios quiere y algo como nosotros queremos. ¡Es maravilloso el poder de la oración!
San Agustín decía que muchos no consiguen lo que piden pues son «aut mali, aut male, aut mala». O son malos y lo primero que tendrían que pedir es ser buenos; o piden malamente, sin insistencia, en lugar de hacerlo con paciencia, con humildad, con fe y por amor; o piden malas cosas que si se recibiesen harían daño al alma o al cuerpo o a los demás. Hay que esforzarse, pues, por pedir bien. La mujer sirofenicia es buena madre, pide bien («vino y se postró a sus pies») y pide algo bueno («que expulsara de su hija al demonio»).
El Señor nos mueve a usar perseverantemente la oración de petición. Ciertamente, existen otros tipos de plegaria —la adoración, la expiación, la oración de agradecimiento—, pero Jesús insiste en que nosotros frecuentemos mucho la oración de petición.
¿Por qué? Muchos podrían ser los motivos: porque necesitamos la ayuda de Dios para alcanzar nuestro fin; porque expresa esperanza y amor; porque es un clamor de fe. Pero existe uno que quizá sea poco tenido en cuenta: Dios quiere que las cosas sean un poco como nosotros queremos. De este modo, nuestra petición —que es un acto libre— unida a la libertad omnipotente de Dios, hace que el mundo sea como Dios quiere y algo como nosotros queremos. ¡Es maravilloso el poder de la oración!
Une tu sufrimiento al de Jesus
Uno de los libros más controversiales del Antiguo Testamento es el Libro de Job, pues trata uno de los temas más discutidos y contestados: el sufrimiento humano.
¿Puede un hombre
ser inocente y sufrir enfermedades y calamidades? El Libro de Job
resuelve este dilema, mostrando el sufrimiento como una oportunidad de
purificación para recibir mayores y más abundantes bendiciones. Termina
resaltando que Dios, siendo la fuente misma de la Justicia, es enteramente
libre para otorgar sus bendiciones dónde, cuándo y a quién quiere.
Que los seres
humanos suframos, unos más otros menos, cuándo sufrimos y por qué, descansa
totalmente en la Voluntad inescrutable de Dios, Dueño del mundo y Dueño
nuestro. Pero sabemos, también, que Dios dirige todas sus acciones y
todas sus permisiones, a nuestro mayor bien, que es la meta hacia la cual
vamos: la Vida Eterna.
Job se lamenta,
reclama y llega a la desesperación, pero cree en Dios y lo invoca. Sin
embargo, después de Cristo nuestra actitud ante el sufrimiento no puede
quedarse allí. Si el Hijo de Dios, inocente, tomó sobre sí nuestras
culpas, ¿qué nos queda a nosotros?
El Evangelio nos
muestra muchas veces a Jesús aliviando el sufrimiento humano, sobre todo
curando enfermedades y expulsando demonios (Mc. 1, 29-39).
Y sabemos que a veces Dios sana y a veces no, y que Dios puede sanar
directamente en forma milagrosa o indirectamente a través de la medicina, de
los médicos y de los medicamentos. Todas las sanaciones tienen su fuente
en Dios. También puede Dios no sanar, o sanar más temprano o más
tarde. Y cuando no sana o no alivia el sufrimiento, o cuando se tarda
para sanar y aliviar, tenemos a nuestra disposición todas las gracias que
necesitamos para llevar el sufrimiento con esperanza, para que así produzca
frutos de vida eterna y de redención.
¿De
redención? Así es. Nuestros sufrimientos unidos a los sufrimientos
de Cristo pueden tener efecto redentor para nosotros mismos y para los demás.
Porque el
sufrimiento humano es tan controversial, el Papa Juan Pablo II tocó el tema con
frecuencia, sobre todo en sus visitas a los enfermos, a quienes exhortaba a
ofrecer sus sufrimientos por el bien y la santificación propia y de los
demás. Y en 1984 nos escribió su Encíclica “Salvifici Doloris” sobre el
tema. Allí nos dice, basado en muchos textos de la Sagrada Escritura:
“Todo hombre tiene su participación en la redención. Cada uno está
llamado también a participar en ese sufrimiento por medio del cual se ha
llevado a cabo la redención... Llevando a efecto la redención mediante el
sufrimiento, Cristo ha elevado juntamente el sufrimiento humano a nivel de
redención. Consiguientemente, todo hombre, en su sufrimiento, puede
hacerse también partícipe del sufrimiento redentor de Cristo” (JP
II-SD #19).
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