Jesús hace su entrada en Jerusalén como Mesías en un humilde burrito (Lucas 19,28-40), como había sido profetizado muchos siglos antes (Zacarías 9,9). Y los cantos del pueblo son claramente mesiánicos; esta gente conocía bien las profecías y se llena de júbilo.
Jesús admite el homenaje. Su triunfo es sencillo, sobre un pobre animal por trono. Jesús quiere también entrar hoy triunfante en la vida de los hombres sobre una cabalgadura humilde: quiere que demos testimonio de Él, en la sencillez de nuestro trabajo bien hecho, con nuestra alegría, con nuestra serenidad, con nuestra sincera preocupación por los demás.
Hoy nos puede servir de jaculatoria repetir: Como un burrito soy ante Ti, Señor... como un burrito de carga, y siempre estaré contigo (J. Escrivá de Balaguer, citado por A. Vázquez de Prada). El Señor ha entrado triunfante en Jerusalén. Pocos días más tarde, en esa misma ciudad, será clavado en la Cruz.
Desde la cima del monte de los Olivos, Jesús contempla la ciudad de Jerusalén, y llora por ella. Mira cómo la ciudad se hunde en el pecado, en su ignorancia y en su ceguera. Lleno de misericordia se compadece de esta ciudad que le rechaza. Nada quedó por intentar: ni en milagros, ni en palabras...
En nuestra vida tampoco ha quedado nada por intentar. ¡Tantas veces Jesús se ha hecho el encontradizo con nosotros! ¡Tantas gracias ordinarias y extraordinarias ha derramado sobre nuestra vida! La historia de cada hombre es la historia de la continua solicitud de Dios sobre él. Cada hombre es objeto de la predilección del Señor.
Sin embargo, como Jerusalén, podemos aclamarlo y rechazarlo. Es el misterio de la libertad humana, que tiene la triste posibilidad de rechazar la gracia divina.
Hoy nos preguntamos: ¿Cómo estamos respondiendo a los innumerables requerimientos del Espíritu Santo para que seamos santos en medio de nuestras tareas, en nuestro ambiente?
Nosotros sabemos que aquella entrada triunfal fue muy efímera. Los ramos verdes se marchitaron pronto y cinco días más tarde el jubiloso ¡hosanna! se transformó en un grito enfurecido: ¡Crucifícale!
La entrada triunfal de Jesús en Jerusalén pide de nosotros coherencia y perseverancia, ahondar en nuestra fidelidad, para que nuestros propósitos no sean luces que brillan momentáneamente y pronto se apagan.
Somos capaces de lo mejor y de lo peor. Si queremos tener la vida divina, triunfar con Cristo, hemos de ser constantes y hacer morir por la penitencia lo que nos aparta de Dios y nos impide acompañar al Señor hasta la Cruz.
Nunca olvidemos que “... el que persevere hasta el fin, ése se salvará” (Mateo 10,22). Y no nos separemos de la Virgen. Ella nos enseñará a ser constantes.