Dios nos invita a establecer una relación personal con Él y, por esto, Él se acerca a nosotros tomando la iniciativa y, con humildad, nos pide abrir la puerta de nuestro corazón y quitar todo lo que impide que él pueda entrar: “Mira que estoy a la puerta y llamo; si alguno oye mi voz y me abre la puerta, entraré en su casa y cenaré con él, y él conmigo”.

Por esto, Jesús, desde el principio de su ministerio público, llama a cada hombre a tomar una actitud de apertura y de colaboración con la obra de la salvación: “Convertios y creed en el Evangelio” (Mc 1,15). Para realizar su designio hacia nosotros, Dios necesita nuestra colaboración. Él no puede salvarnos sin la continua conversión de nuestros caminos equivocados: “Si no os convertís, moriréis todos” (Lc 13,3.5).
Pero no basta sólo una actitud negativa de conversión (abandonar los caminos errados), sino una actitud positiva, es decir, la adhesión a la Palabra de Dios para poder ser transformados desde nuestro interior.
 
Dios se dirige a cada hombre y cada mujer de un modo muy personal y espera nuestra respuesta. Veamos esto en la escena de la llamada de los primeros discípulos (Mc 1,16-20). Ellos dejan que Jesús entre en su vida cotidiana de pescadores y, con disponibilidad, acogen la propuesta divina. La invitación de Jesús: “Venid conmigo y os haré pescadores de hombres” cae en la tierra buena de sus corazones. Los discípulos están dispuestos a abandonar, en las manos de Jesús, su propia vida. Desde este momento de encuentro con Jesús, sus vidas personales y la vida de la comunidad de los discípulos se desenvolverá en torno a la persona del Maestro. Caminando con Él, los discípulos madurarán en la escuela de Jesús para poder realizar, en el futuro, la misión recibida.
Jesús no nos deja solos en este camino. Él se hace, realmente, compañero de camino (cf. Lc 24,15). Siguiendo a Jesús, no camino en las tinieblas, porque Él me da la luz de la vida en abundancia (cf. Jn 8,12). El seguimiento de Jesús puede convertirse en una maravillosa aventura, incluso cuando requiera de mí la negación de mí mismo y la necesidad de tomar la cruz cotidiana (cf. Mc 8,34). Sólo permaneciendo en Él mi vida dará mucho fruto (cf. Jn 15,5).