Nos  disponemos a profundizar en unas de las páginas más bellas y entrañables de los  Evangelios: Las que nos presentan a Jesús como el Buen Pastor y a nosotros como  ovejas de su rebaño. Es un tema que ha alimentado la fe y la devoción de los  cristianos a lo largo de los siglos. Los primeros cristianos no se atrevían a  pintar a Jesús crucificado; sin embargo, en las pinturas de las catacumbas y en  los sarcófagos paleocristianos es muy común encontrar representaciones de  Jesucristo con una oveja sobre sus hombros. Los presbiterios de las antiguas  Basílicas suelen estar decorados con mosaicos que representan dos filas de  ovejas acercándose a beber de una fuente. La imagen de Jesús Pastor es tan rica,  que nos ayuda a comprender su identidad, su misión y su relación con el Padre y  con nosotros.
El  nombre de Jesús, en hebreo, significa «Salvador». Así le llamó el ángel cuando  se apareció, en sueños, a S. José: «Le pondrás por nombre Jesús, porque Él  salvará a su pueblo de los pecados» (Mateo 1, 21). Él sabía que éramos  pecadores y que le íbamos a tratar mal. A pesar de todo, su amor por nosotros  era tan grande, que quiso dejar el Cielo y venir a nuestro encuentro para  traernos la salvación y la plenitud de la vida eterna. No lo hizo porque  nosotros éramos buenos o lo merecíamos, sino sólo por su generosa bondad, por su  amor gratuito, en el momento en que Él lo creyó oportuno: «Al llegar la  plenitud de los tiempos, Dios envió a su Hijo, nacido de una mujer, nacido bajo  la ley, para rescatar a todos los que estábamos sometidos a la ley y para  hacernos hijos de Dios... Ha enviado a nuestros corazones el Espíritu que clama  "Abba", esto es: "Padre". Y si somos hijos, somos también herederos»  (Gálatas 4, 4ss). Jesús no se quedó esperando a que nosotros fuéramos a su  encuentro, sino que Él mismo se puso en camino para buscarnos; por eso se hizo  amigo de los pecadores, comía con ellos y les anunciaba el Evangelio (la Buena  Noticia) del amor y de la misericordia. Esto agradaba a la gente sencilla, que  le escuchaba con gozo, y provocaba rechazo en los corazones orgullosos y  complicados.
Cuando sus adversarios le acusan de ser amigo de pecadores, les habla del  amor de Dios y de su solicitud por cada uno de nosotros, usando la imagen del  pastor que sale en busca de la oveja perdida: «¿Quién de vosotros, si tiene  cien ovejas y pierde una de ellas, no deja a las otras noventa y nueve en el  desierto, y va en busca de la que se le ha perdido, hasta encontrarla? Y, cuando  da con ella, se la echa a los hombros lleno de alegría y, cuando llega a casa,  reune a sus amigos y les dice: Alegraos conmigo, que ya he encontrado la oveja  que se me había perdido. Os digo que igualmente habrá más alegría en el cielo  por un solo pecador que se convierte, que por noventa y nueve justos que no  tienen necesidad de conversión» (Lucas 15, 4-7). La parábola comienza con  una referencia a la vida cotidiana, en forma de pregunta (como muchas otras  parábolas de Jesús), para hacernos reflexionar e invitarnos a dar una respuesta  personal. Sus oyentes saben que el pastor actúa tal como dice Jesús. No está  hablando de un asalariado ni de un millonario, sino de un pastor que no tiene  criados, que cuida él mismo de su propio rebaño, el cuál constituye toda su  hacienda. Cada animal es importante para él y no puede permitirse perder ni uno  solo. Ninguno le es indiferente. Que le queden noventa y nueve no le resarce de  la pérdida de uno. Así que, si se extravía una oveja, va corriendo de un sitio  para otro y no descansa hasta que la encuentra. Atraviesa valles y montañas, sin  ahorrarse esfuerzos ni fatigas. Cuando la halla, cura las heridas de la oveja  recobrada, sacia su hambre y su sed y, para que no perezca por la fatiga, la  carga sobre sus hombros y reemprende la marcha hasta que la devuelve sana y  salva al redil. Su alegría es tan grande que no se la puede guardar y la  comparte con sus amigos: «Alegraos conmigo, porque ya he encontrado la oveja  que se me había perdido».
Lo  mejor de todo el relato es la enseñanza final: para Dios somos importantes y Él  se ocupa siempre personalmente de cada uno de nosotros, incluso cuando nos  alejamos de Él por el pecado. Él nunca se desentiende de nosotros. Como nos  recuerda Ezequiel (18, 23), «Dios no quiere la muerte del malvado, sino que  se convierta de su conducta y que viva». Dios se goza en perdonar, no en  condenar; su misericordia es más grande que nuestras faltas: «El Señor es  clemente y misericordioso, paciente y lleno de amor; no anda siempre en  querellas ni guarda rencor perpetuamente; no nos trata como merecen nuestros  pecados ni nos paga de acuerdo con nuestras culpas. Pues como la altura del  cielo sobre la tierra, así es su amor con los que le honran; y como dista el  oriente del poniente, así aleja de nosotros nuestros crímenes. Como un padre  siente ternura por sus hijos, así siente el Señor ternura por sus fieles»  (Salmo 103, 8ss).
Toda  la vida de Jesús fue un continuo buscar a las ovejas descarriadas: «Él vino a  buscar y salvar lo que estaba perdido» (Lucas 19, 10). Para eso descendió  del Cielo, para cargar con nuestros pecados y para llevarnos sobre sus hombros a  la Casa del Padre, haciendo con todos «un único rebaño con un solo  Pastor». El que hace salir el sol sobre justos e injustos y llover sobre  buenos y malos, manifiesta una clara preferencia por los pecadores. A pesar de  todo, Jesús no suprime la distinción entre pecador y justo. Desde el principio  de su ministerio público, Él mismo invitaba a la conversión y a la penitencia:  «Convertíos, porque está cerca el Reino de Dios» (Marcos 1, 15). Lo nuevo  de su mensaje es el anuncio de que Dios no espera a que seamos justos para  amarnos, sino que nos quiere siempre, con pasión, también mientras somos  pecadores, y su mayor alegría se produce cuando tomamos conciencia de que  necesitamos su salvación y nos abrimos a su perdón y a su amistad. No sólo desea  nuestra conversión; también sale a nuestro encuentro de distintas maneras para  tocar nuestro corazón y capacitarnos para darle una respuesta de amor. «En  esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que Él  nos amó primero y envió a su Hijo como sacrificio de purificación por nuestros  pecados. Queridos míos, si Dios nos ha amado así, también nosotros debemos  amarnos los unos a los otros» (1 Juan 4, 10ss). Su amor precede a cualquier  decisión que nosotros podamos hacer: «No temas, mi pequeño rebaño, porque  vuestro Padre ha querido daros el Reino» (Lucas 12, 32). Él nos ama desde  siempre y ha decidido darnos su Reino. Nosotros comenzamos nuestro verdadero  camino de amor cuando comprendemos esto.
Durante toda su vida, Jesús supo atraer la atención de sus oyentes  contándoles parábolas y comparaciones, proponiéndoles acertijos, haciéndoles  preguntas. A veces hablaba de Dios como de un Padre al que el hijo se le escapa  de casa o como de una mujer que busca con interés la moneda perdida, o se  presentaba a sí mismo como un sembrador que deposita la semilla de la Palabra de  Dios en el corazón de los hombres, o como una vid a la que tienen que estar  unidos los sarmientos para poder dar fruto... Jesús también habló de sí mismo  utilizando la imagen del Pastor que conoce a sus ovejas, las ama y da su vida  por ellas: «Os aseguro que el que no entra por la puerta en el redil, sino  que salta la tapia, es ladrón y salteador. El pastor de las ovejas entra por la  puerta. A éste le abre el guarda para que entre, y las ovejas escuchan su voz;  él llama a las suyas por su nombre y las saca fuera del corral. Cuando han  salido todas las suyas, se pone delante de ellas y las ovejas lo siguen, pues  conocen su voz... Yo soy el Buen Pastor. El Buen Pastor da la vida por sus  ovejas; no como el asalariado, que ni es verdadero pastor ni propietario de las  ovejas. Éste, cuando ve venir al lobo, las abandona y huye. Y el lobo hace presa  en ellas y las dispersa. El asalariado se porta así porque trabaja únicamente  por la paga y no le interesan las ovejas. Yo soy el Buen Pastor, conozco a mis  ovejas y ellas me conocen a mí, lo mismo que mi Padre me conoce a mí y yo lo  conozco a Él. Como Buen Pastor, yo doy mi vida por las ovejas. Tengo también  otras ovejas que no están en este redil; también a éstas tengo que atraerlas,  para que escuchen mi voz. Entonces se formará un único rebaño, bajo la guía del  único Pastor» (Juan 10, 1-17). 
El  contexto de la parábola es éste: Los pastores del tiempo de Jesús dejaban por  las noches sus rebaños en un corral común, con un guarda. Era la manera más  fácil de protegerlas de los ataques de los lobos o de los ladrones. Al amanecer,  antes de salir el sol, cada pastor recogía sus propios animales y los llevaba a  pastar. Cada pastor ha visto nacer y crecer a sus propios corderillos y los  conoce bien. Incluso tiene un nombre para cada uno. Las ovejas también reconocen  el olor y la voz de su dueño y no siguen a otro. Cada pastor entra en el recinto  y llama a las ovejas por su nombre. Una vez fuera, las cuenta y, cuando están  todas, camina delante de ellas para conducirlas a pastar al campo, haciendo oír  su voz para que no se pierdan. A un extraño, sin embargo, no le siguen. Al  contrario, tienen miedo de él y huyen de su presencia, porque no están  familiarizadas con su voz.
El  verdadero pastor se diferencia claramente de un asalariado. Éste último trabaja  por dinero y no le importa la suerte de las ovejas. Esto se ve cuando llegan los  lobos hambrientos a atacar el rebaño. Mientras que, en este caso, el dueño de  las ovejas arriesga su vida por defenderlas a ellas, el mercenario huye,  pensando sólo en salvarse a sí mismo. El buen pastor conoce a sus ovejas y es  capaz de distinguir las suyas de las demás, conoce las necesidades concretas de  cada una, sufre con ellas las inclemencias del tiempo y el cansancio de los  desplazamientos, vela por su rebaño, lo proteje de los enemigos que lo amenazan,  cura a las ovejas enfermas, alimenta con solicitud a las preñadas, dedica una  atención especial a las más débiles.
Jesús es el verdadero Pastor bueno y generoso que conoce nuestros  nombres, nuestras características personales, nuestra historia y que nos ama con  un cariño único e irrepetible. Él viene a buscarnos para sacarnos del redil  donde estábamos encerrados (la esclavitud del pecado y de la ley) y conducirnos  a la libertad de los hijos de Dios. Nos habla, educándonos con sus enseñanzas.  Quienes le escuchan saben que sólo Él tiene palabras de vida eterna (Juan 6,  68). Nos alimenta con su propio Cuerpo y su propia Sangre (Juan 6, 55). Nos  regala el agua del Espíritu Santo, la única que puede saciar nuestra sed (Juan  4, 14). Nos conduce a la Verdad y la Vida (Juan 14, 6). Nos ha amado hasta el  extremo (Juan 13, 1), manifestándonos lo ilimitado de su amor al dar la vida por  nosotros (Juan 15, 13). La verdadera felicidad consiste en acogerle y seguirle,  porque nadie va al Padre, sino por él.
«Yo  conozco a mis ovejas y las mías me conocen a mí, igual que el Padre me conoce y  yo conozco al Padre; por eso me entrego por las ovejas»
.  Jesús describe aquí su relación con los suyos. Entre Él y los creyentes se da el  mismo conocimiento profundo e íntimo y el mismo afecto sincero y tierno, que  entre Él y su Padre del Cielo. En la Biblia, el verdadero conocimiento no es una  mera relación intelectual, sino la comunión en el amor. Conocer a alguien es  comprender sus sentimientos más profundos, los motivos por los que actúa de una  forma determinada. Tanto como el Padre conoce y ama a Jesús (con un conocimiento  y un amor perfectos), Jesús nos ama a nosotros. «¡Oh, Jesús!, que me amas más  de lo que yo me puedo amar a mí misma, ni entiendo» (Santa Teresa de Jesús).  Nuestro único deseo es conocer cada día más y amar cada momento mejor a Jesús.  Para eso escuchamos su voz, nos alimentamos y fortalecemos con la celebración de  sus Sacramentos y seguimos sus pasos por los caminos de la vida.
Los  creyentes estamos llamados a reconocer la voz de nuestro Pastor, que nos habla  al corazón palabras de amor y de comunión íntima en el Cantar de los Cantares  (2, 8ss): «¡La voz de mi Amado! Miradlo cómo viene saltando por los montes...  Habla mi Amado y me dice: "Levántate, amada mía, preciosa mía, ven a mí. Que ya  ha pasado el invierno, han cesado las lluvias y se han ido"... ¡Es tan dulce tu  voz, tan hermoso tu rostro... Mi Amado es para mí y yo para Él».
«"Yo soy el  Buen Pastor que conozco a mis ovejas", es decir, que las amo, "y las mías  me conocen". Habla, pues, como si quisiera dar a entender a las claras:  "Los que me aman vienen tras de mí". Pues el que no ama la verdad es que  no la ha conocido todavía... "Quien entre por mí se salvará, y podrá entrar y  salir, y encontrará pastos". O sea, tendrá acceso a la fe, y pasará luego de  la fe a la visión, de la credulidad a la contemplación, y encontrará pastos en  el eterno descanso. Sus ovejas encuentran pastos, porque quienquiera que siga al  Señor con corazón sencillo se nutrirá con un alimento de eterno verdor. ¿Cuáles  son, en efecto, los pastos de estas ovejas, sino los gozos eternos de un paraíso  inmarchitable? Los pastos de los creyentes son la visión del rostro de Dios, con  cuya plena contemplación la mente se sacia eternamente».
