El Evangelio de hoy nos trae estas palabras: Vid y ramas. Poda y fruto. Quema y gloria. Palabras que resumen y describen esa bellísima parábola de Jesús: “Yo soy la vid y ustedes las ramas” (Jn. 15, 1-8).
La vid es la planta de la uva, una enredadera, con muchas ramas... y también con muchos ramos de uvas, si es que esa vid da buen fruto.
¿Cómo dar buen fruto? Jesús nos lo explica muy claramente: “quien permanece en Mí y Yo en él, ése da fruto abundante, porque sin Mí nada pueden hacer”. Significa que debemos estar unidos al Señor, como la rama al tallo de la vid.
"Queridos amigos, cada uno de nosotros es como un sarmiento, que vive sólo si cada día hace crecer su unión con el Señor, en la oración, en la participación de los Sacramentos, y en la caridad”. (Benedicto XVI, 6-5-12)
Es evidente, incluso para los que no sabemos de agricultura ni de viñedos, que si una rama se separa del tallo de la planta, ¡por supuesto! no puede dar fruto, pero además de eso, pierde toda alimentación, termina por secarse y morir.
Es lo que le sucede a cualquiera de nosotros que pretenda marchar de su cuenta por esta vida terrena que -creámoslo o no, querámoslo o no- nos lleva irremisiblemente a la vida en la eternidad. Y esa vida en la eternidad será de Vida y de gloria o será de muerte y de condenación, según hayamos permanecido unidos o no al tallo de la vid, que es Jesucristo.
En efecto, nos dice esto el Señor en el Evangelio: “Al que no permanece en Mí se le echa fuera, como a la rama, y se seca; luego lo recogen, lo arrojan al fuego y arde”. Palabras fuertes, pero reales, indicativas de qué espera a quienes se separan de Jesús. Indicativas de una de las opciones que tenemos para la eternidad: el Infierno.
Es una de las citas del mismo Jesús sobre el Infierno, ese lugar de castigo eterno para todo aquél que pretenda vivir separado del tallo divino que es Cristo. Cuando estamos unidos al tronco, El nos comunica su gracia y nos otorga la salvación eterna.
El Infierno, entonces, es la opción que tenemos que evitar. Para evitarla, pero -sobre todo- para llegar a la opción para la que realmente hemos sido creados por Dios, que es la gloria del Cielo, Jesús nos da a lo largo de su Evangelio muchas parábolas y muchas instrucciones. El estar unidos a El es una de tantas parábolas.
¿Cómo estamos unidos a Jesús? San Juan nos explica esto en la Segunda Lectura:
”Quien cumple sus mandamientos permanece en Dios y Dios en él. En esto conocemos que El permanece en nosotros” (Jn. 3, 18-24).
”Quien cumple sus mandamientos permanece en Dios y Dios en él. En esto conocemos que El permanece en nosotros” (Jn. 3, 18-24).
Cumplir los mandamientos de Dios es hacer en todo la Voluntad Divina. En esto consiste la unión entre Dios y nosotros: en que hacemos lo que El desea y no lo que nosotros deseamos. Y lo que El desea para nosotros es nuestro máximo bien. Lo que nosotros deseamos para nosotros mismos, no siempre es para nuestro bien.
San Juan nos advierte en esta carta de que no podemos “amar sólo de palabra, sino de verdad y con obras”. “Obras son amores y no buenas razones”, dice el adagio popular. Y ¿cuáles son las obras?
Bien claramente había dejado Cristo expresado lo que son las obras: “No todo el que me dice ‘Señor, Señor’ entrará en el Reino de los Cielos, sino el que hace la Voluntad de mi Padre del Cielo (Mt. 7, 21.) Las obras, entonces, es hacer la Voluntad de Dios.
Orar es necesario, muy necesario. Decir “Señor, Señor” es importante, muy importante. Pero esa oración –si es verdadera, si es sincera- nos lleva con toda seguridad a conformar cada vez más nuestra voluntad con la de Dios, hasta que llegue un momento en que no haya separación entre la Voluntad Divina y la nuestra, porque conformamos nuestra voluntad a la de Dios.
A esa “unión de voluntades” se refiere San Juan cuando nos dice en su carta que “si nuestra conciencia no nos remuerde es porque nuestra confianza en Dios es total”. ¡Claro! Cuando lleguemos de veras a confiar totalmente en Dios y en su providencia para nosotros ¿qué nos va a reprochar nuestra conciencia? Nada, pues ya vivimos en Dios. Pero para llegar a eso hace falta mucha oración, muchas purificaciones de nuestros pecados, muchos actos de entrega a la Voluntad de Dios.
No creamos que a esto se llegue de una vez. El camino es largo, angosto y escarpado. Es un programa de santidad para toda nuestra vida. Y ese programa comienza cuando damos el “sí” definitivo, ese “sí” con el cual nos unimos como rama al tallo que es Cristo para ir recibiendo la savia de la gracia divina que nos va haciendo cada vez más como El quiere que seamos.
Así debemos permanecer: ramas unidas al tallo. Y no puede ser de otra manera, pues aunque queramos ser ramas “independientes”, no podemos, porque sin El “nada podemos hacer”. ¡Vana ilusión el desear ser ramas separadas del tallo de la vid!
Pero ¡cuántas veces no nos hemos sentido ramas sueltas que creemos poder dar fruto de nuestra cuenta! Si lo pensamos bien ¡qué tontos hemos sido al pretender tal cosa! ¿Quién ha visto una rama desprendida del tallo y con vida propia?
La Primera Lectura (Hech. 9, 26-31) nos refiere que las recién fundadas comunidades cristianas “progresaban en la fidelidad a Dios”. “Fidelidad” es otra manera de denominar al cumplimiento de la Voluntad Divina. Quien es fiel a Dios, cumple su Voluntad.
Y nos dice este libro de los Hechos de los Apóstoles, el cual nos va narrando en este tiempo pascual los sucesos del comienzo de la Iglesia, que adicionalmente esas comunidades“se iban multiplicando animadas por el Espíritu Santo”. Es decir, esa fidelidad a Dios por parte de los integrantes de las primeras comunidades cristianas iba haciendo crecer a la Iglesia que Cristo había fundado.
Buena lección para nosotros, Católicos del siglo 21, que fuimos llamados por Juan Pablo II a una “Nueva Evangelización” y por Benedicto XVI a la re-evangelización del mundo. Y por el Papa Francisco a no desperdiciar ninguna ocasión para evangelizar. ¿Cuál fue el secreto de la primera evangelización? La fidelidad a la Voluntad Divina por parte de los primeros cristianos.
Si imitáramos esa fidelidad a la Voluntad de Dios, el Espíritu Santo, que es el alma y el verdadero protagonista de la Evangelización, irá haciendo su labor de santificación y de multiplicación de los miembros de esta Iglesia de hoy, que tanto necesita fortalecerse, motivarse, purificarse, animarse, preservarse y aumentarse.
Hay otra idea que aparece por duplicado en el Evangelio y en la carta de San Juan: “Si permanecen en Mí y mis palabras permanecen en ustedes, pidan lo que quieran y se les concederá”, dice Jesús en el Evangelio. Y San Juan en su carta: “Pues que cumplimos los mandamientos de Dios y hacemos lo que le agrada, ciertamente obtendremos de El todo lo que le pidamos”.
¿Qué significa esta seguridad que se nos da al pedir en la oración? Significa que la capacidad de intercesión del orante depende, ante todo, de la conformación de su voluntad con la de Dios.
Pero significa algo más: cuando una persona se encuentra en esta conformidad de voluntades –la propia con la divina- está unida de tal forma a Dios que no está pidiendo cosas tontas, inconvenientes o innecesarias, sino que es capaz de pedir aquéllas cosas que el Señor quiere otorgarle, la mayoría de ellas referentes a su santificación o a la santificación de otros.
El alma así unida a Dios en su voluntad, pide –como dice Cristo en su Evangelio- aquellas “cosas buenas que el Padre Celestial da a quienes se las pidan” (Mt.7, 11).
¿Por qué a veces no recibimos lo que pedimos? “Piden y no reciben, porque piden mal”, nos responde el Apóstol Santiago en su Carta (St. 4,2). Y San Pablo también insiste en esta idea de no pedir como se debe: “Nosotros no sabemos pedir como conviene” (Rm. 8, 26).
Por eso el Apóstol San Juan en otra carta suya, refiriéndose al mismo tema de la oración de petición escribe así: “Estamos plenamente seguros: si le pedimos algo conforme a su Voluntad, El nos escuchará” (1 Jn. 5,9).
Como con todas las cosas, también nuestra oración de petición debe siempre estar sujeta a la Voluntad de Dios, como rezamos en el Padre Nuestro y como rezaba Jesucristo:“No se haga mi voluntad sino la tuya, Padre” (Lc. 22, 42 - Mc. 14, 26).
Pero volvamos a la parábola de la vid y los sarmientos, de las ramas y el tallo, pues es muy rica, tiene muchas ideas. Nos dice Jesús también, que Dios nuestro Padre “es el viñador”, es decir, el que cuida esa vid. Y que “a la rama que no da fruto El la arranca, y a la que da fruto la poda para que dé más fruto”.
¿Qué significa esa “poda”? Jesús lo explica a continuación: “Ustedes ya están purificados por las palabras que les he dicho”. La poda se refiere a las purificaciones por las que debemos pasar los seres humanos para llegar a la Vida Eterna.
No debemos temer las manos de Quien hace la poda, pues sólo El sabe lo que verdaderamente conviene a cada una de sus ramas, que somos cada uno de nosotros sus hijos. A veces nos cuesta ver la mano de Dios en esas “podas”, en esas purificaciones, y no nos damos cuenta que son gracias.
¡Sí! El sufrimiento, las adversidades, las purificaciones son gracias, gracias muy especiales. Esos momentos de “poda” -aceptados en entrega a la Voluntad Divina- sirven para sacarnos fortalecidos, como se fortalece cada rama cuando es bien podada. Para ello debemos confiar en ese Viñador Divino, Dios nuestro Padre, que desea que demos más y mejor fruto.
La oración es medio indispensable para poder confiar en Dios durante esas etapas de poda:
Señor haz que pueda sentir,
Tu Amor en el sufrimiento,
Tu Presencia en la adversidad,
Tu Luz en la oscuridad.
Tu Amor en el sufrimiento,
Tu Presencia en la adversidad,
Tu Luz en la oscuridad.
De nuestro sufrimiento, de nuestro dolor, de nuestra adversidad -aceptada con amor- saldrá fruto abundante. Y, como nos dice Jesús en esta parábola, con ese fruto daremos gloria a Dios y tendremos la Vida Eterna, porque “la gloria del Padre consiste en que den mucho fruto”. Que así sea