Muchos pasajes del Evangelio muestran a Jesús que se retiraba y quedaba a solas para orar. Era una actitud habitual del Señor, especialmente en los momentos más importantes de su ministerio público. ¡Cómo nos ayuda contemplarlo!
La oración es indispensable para nosotros, porque si dejamos el trato con Dios, nuestra vida espiritual languidece poco a poco. En cambio, la oración nos une a Dios, quien nos dice: Sin Mí, no podéis hacer nada (Juan 15, 5). Conviene orar perseverantemente (Lucas 18, 1), sin desfallecer nunca.
Hemos de hablar con Él y tratarle mucho, con insistencia, en todas las circunstancias de nuestra vida, sabiendo que verdaderamente Él nos ve y nos oye.
En la oración personal se habla con Dios como en la conversación que se tiene con un amigo, sabiéndolo presente, siempre atento a lo que decimos, oyéndonos y contestando. Es en esta conversación íntima, como la que ahora intentamos mantener con Dios, donde abrimos nuestra alma al Señor, para adorar, dar gracias, pedirle ayuda, para profundizar en las enseñanzas divinas.
Nunca puede ser una plegaria anónima, impersonal, perdida entre los demás, porque Dios, que ha redimido a cada hombre, desea mantener un diálogo con cada uno de ellos: un diálogo de una persona concreta con su Padre Dios.
Como ya se ha dicho: orar es hablar con Dios. Pero... ¿hablar de qué? De Él, de ti: alegrías, tristezas, éxitos y fracasos, ambiciones nobles, preocupaciones diarias... ¡flaquezas! agradecer y pedir. En dos palabras: conocerle y conocerte. En una palabra: ¡tratarse!
Hemos de poner los medios para hacer nuestra oración con recogimiento, luchando con decisión contra las distracciones, mortificando la imaginación y la memoria. En el lugar más adecuado según nuestras circunstancias; siempre que sea posible, ante el Señor en el Sagrario o en el Altar.
Nuestro Ángel Custodio nos ayudará; lo importante es no querer estar distraídos y no estarlo voluntariamente. Acudamos a la Virgen y a San José que pasaron largas horas mirando a Jesús, hablando con Él, tratándole con sencillez y veneración. Ellos nos enseñarán a hablar con Jesus.
Hemos de hablar con Él y tratarle mucho, con insistencia, en todas las circunstancias de nuestra vida, sabiendo que verdaderamente Él nos ve y nos oye.
En la oración personal se habla con Dios como en la conversación que se tiene con un amigo, sabiéndolo presente, siempre atento a lo que decimos, oyéndonos y contestando. Es en esta conversación íntima, como la que ahora intentamos mantener con Dios, donde abrimos nuestra alma al Señor, para adorar, dar gracias, pedirle ayuda, para profundizar en las enseñanzas divinas.
Nunca puede ser una plegaria anónima, impersonal, perdida entre los demás, porque Dios, que ha redimido a cada hombre, desea mantener un diálogo con cada uno de ellos: un diálogo de una persona concreta con su Padre Dios.
Como ya se ha dicho: orar es hablar con Dios. Pero... ¿hablar de qué? De Él, de ti: alegrías, tristezas, éxitos y fracasos, ambiciones nobles, preocupaciones diarias... ¡flaquezas! agradecer y pedir. En dos palabras: conocerle y conocerte. En una palabra: ¡tratarse!
Hemos de poner los medios para hacer nuestra oración con recogimiento, luchando con decisión contra las distracciones, mortificando la imaginación y la memoria. En el lugar más adecuado según nuestras circunstancias; siempre que sea posible, ante el Señor en el Sagrario o en el Altar.
Nuestro Ángel Custodio nos ayudará; lo importante es no querer estar distraídos y no estarlo voluntariamente. Acudamos a la Virgen y a San José que pasaron largas horas mirando a Jesús, hablando con Él, tratándole con sencillez y veneración. Ellos nos enseñarán a hablar con Jesus.